27/05/2017
Enmudece la voz, se agotan las
palabras, las lágrimas se secan, el horror anida en nuestra vivencia y se hace
imagen rutinaria sin que, aparentemente, podamos detener ese vértigo de
destrucción que nos conduce a la negación de lo humano. O tal vez a la
supremacía de esa humanidad destructora que todos llevamos dentro. Y sin
embargo, sabemos todo. Sabemos quiénes se hacen terroristas y por qué. Sabemos
cómo lo hacen. Y sabemos que la necesaria represión policial y las innecesarias
guerras de exterminio alimentan la espiral de odio y violencia en todos los
ámbitos de nuestras vidas. Y es que nuestra práctica institucional utiliza lo
que sabemos para fines que tienen poco que ver con atajar el terrorismo.
Por ejemplo, para ganar
elecciones mediante la exacerbación de xenofobia e islamofobia. Como ha hecho
Trump e intentó Le Pen. O para controlar el petróleo de Oriente Medio. Como
hicieron Bush, Blair y Aznar invadiendo Irak y desestabilizando el país para
siempre, mediante la mentira de las armas de destrucción masiva. O para
destruir la convivencia abriendo vías al autoritarismo. Como hizo Putin cuando
asumió el poder en medio de la emoción de un atentado mortífero en Moscú
atribuido espuriamente a chechenos.
Pero ¿qué es lo que sabemos
exactamente, tras dos décadas de terrorismo islámico?
Los terroristas son jóvenes
musulmanes radicalizados, que rechazan los valores dominantes de la sociedad en
que viven, se solidarizan con sus correligionarios en Oriente Medio y se
sienten parte de un movimiento global para defender al islam. La inmensa
mayoría de los terroristas en Europa son europeos, nacidos y criados en
nuestros países y ciudadanos de su país. Pero son una ínfima minoría de la
comunidad musulmana. Los 19 millones de musulmanes que viven en la Unión
Europea (1,6 millones en España) en su inmensa mayoría condenan el terrorismo,
siguen las normas de convivencia y simplemente piden respeto a sus valores y
tradiciones. Solamente unos mil han sido detenidos por posible radicalización.
Y hay que recordar que el peor terrorismo islámico ocurre en países musulmanes.
Ha habido cien veces más víctimas musulmanas que víctimas cristianas. Aun así,
el pavor que suscita el terrorismo indiscriminado está teniendo un efecto
profundo en nuestro modo de vida. El miedo cotidiano corroe la convivencia. Y
aunque los radicalizados sean una ínfima minoría, aumentan en cantidad y en
velocidad de su radicalización, a partir de la conexión creciente entre Oriente
Medio y lo que sucede en Europa.
La adhesión al Estado Islámico
es más mental que organizativa. La imagen de columnas de combatientes avanzando
en Irak y Siria y derrotando a ejércitos apoyados por los poderes mundiales
suscita el entusiasmo de los jóvenes que buscan en el proyecto purificador del
yihadismo, incluido el martirio, el sentido de una vida que se les escapa,
faltos de integración cultural en las sociedades europeas.
Aunque busquemos conexiones
organizativas porque nuestra policía está entrenada para esto, las bombas se
fabrican en casa, aprendiendo por internet o con consejos y materiales
facilitados por redes clandestinas que han ido formándose a lo largo del
tiempo. Redes que se reconfiguran constantemente en función de un ideal que se
reproduce bajo distintas siglas, de Al Qaeda al Estado Islámico. Mientras las
fuentes de radicalización aquí y de guerras diversas allí no se eliminen, no
habrá policía capaz de impedir que un camión se precipite en un paseo o que un
asesino con un cuchillo degüelle a inocentes o que una bomba de clavos con una
carga de productos químicos domésticos mate y mutile a niños en la alegría de
un concierto. Pero como algo hay que hacer y lo más fácil es hacer lo de
siempre, poco a poco entramos en una vida dominada por el miedo en que el
espacio público pasa a ser militarizado. Si la acción policial no es
suficiente, aun apoyada por el ejército, ¿cómo prevenir la destrucción y la
muerte? Se habla de integración de las comunidades musulmanas. Pero ello
requiere una voluntad política, apoyada por la ciudadanía, que implica una
tolerancia cultural y social profunda, que se contradice con la hostilidad
creciente después de cada atentado. La crisis educativa y laboral de los
jóvenes musulmanes discriminados requeriría darles una prioridad que los
ciudadanos rechazan. Y el sentimiento de humillación y marginación que muchos
sienten no se apacigua con buenas palabras.
Por otro lado, la anulación de
la referencia simbólica en Medio Oriente exigiría una victoria militar que
buscan Trump y Putin en este momento, pero que es improbable porque llevaría a
nuevas invasiones y más gastos en vidas y dinero que los ciudadanos
occidentales no están dispuestos a aceptar: “Que se maten entre ellos”, es la
actitud general. Y las medidas más eficaces contra el EI no se contemplan. En
concreto, se supone que el reino y los emiratos de la península Arábiga financian
indirectamente las huestes islámicas (por eso no sufren ataques), pero son
aliados esenciales de Estados Unidos que no se pueden tocar.
En esas condiciones, algunos
dicen que “sólo nos queda rezar”. Pues no es mala idea, no sólo por el valor de
la plegaria, sino como estrategia. Porque hacer una alianza de líderes
religiosos cristianos y musulmanes por la paz y la vida puede ser más eficaz
que las bombas con respecto de un movimiento de referencia religiosa,
deslegitimando el terrorismo. En eso está desde hace un tiempo la Comunidad de
Sant’Egidio, en colaboración con el papa Francisco y con su equivalente suní,
el rector de la mezquita Al Azhar de El Cairo, adonde fue Francisco hace unas
semanas. Sólo la paz de las mentes puede lograr la paz en el mundo. Porque todo
lo demás está fracasando y arrastra en su fracaso nuestra forma de ser.
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